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Actualizado: 12 enero, 2023

Hace unos días me hice con un libro, un tanto extraño, al que ya le tenía ganas hace tiempo. Se trata de El tesoro de los Lagos de Somiedo, de Roso de Luna 1. Una obra escrita en 1916 que tiene como escenario la montaña occidental leonesa y parte de Asturias.

El autor la define como una narración ocultista, e independientemente de su valor en ese sentido (que a mi se me escapa), me gusta porque hace un buen recorrido por el paisaje y paisanaje de una Asturias y una zona de El Bierzo que ya desaparecieron hace mucho.

En realidad es una narración de viajes, al más puro estilo de Julio Verne, que en algunos momentos me recordó a El Rayo verde, en el que se entremezclan personajes reales del momento, como Juan Uría o «el alemán de Corao» don Roberto Frassinelli. Todo un tanto delirante eso si.

Es un mundo rural, en el que se entremezcla la tradición con la magia y las leyendas. Es precisamente una de ellas la que traigo en este post. Me hizo gracia porque la leí cuando estaba preparando el post de los castros y el folklore. Se trata, yo creo, de un refrito de varias leyendas habituales en el contexto de los lugares arqueológicos, que como os decía, convierten al asentamiento de la Edad del Hierro en el escenario del mito. Posiblemente al autor se la contaron en su momento, ya que se parece a la de las gacetas de los buscadores de tesoros, que estaban en auge a principios del siglo pasado en Asturias. Está adornada por supuesto.

El tesoro de los lagos de Somiedo
El tesoro de los lagos de Somiedo

En esta ocasión habla de un castro del alto Sil, al que llama de Altamira (como el mítico castro galaico) y lo sitúa a pocos km de Ponferrada en el entorno del Cúa. Además, la semejanza con las leyendas de países como Irlanda, relacionados con los «fuertes de hadas» es aún mayor. Doy por hecho que este señor las conoce, pero no es infrecuente en nuestro paisaje rural el que el castro sea la puerta a otro mundo… igual, pero diferente.

No tiene demasiado valor etnográfico, pero sirve para hacernos una idea de cómo veían los castros en el mundo rural asturiano y leonés a finales del XIX y principios del XX. A mi me encantó.

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…»No lejos de aquí y de Caudín se halla el castro, meseta que se creería artificial en sus cuatrocientos metros de lado por unos doscientos de altura. Como todas estas sierras de los Ancares que suministran pajuelas y pepitas de oro al Sil y al Cúa, el castro tiene su correspondiente leyenda de tesoros ocultos. Ahí enfrente tenéis la montañuela de la Muroca o Mauroca contra la que se organizaron serias cuadrillas de Aladinos de Villasomil en vida de mi abuela, y aun se dice que toparon con habitaciones muy fuertes en granito, que no le hay por estos sitios. Mi pobre vieja me contaba estremecida, y temerosa de rozar con el mundo de la brujería que había sido encontrado, sino el toro de oro, que sin duda estaba más adentro, un pellejo de ternerillo con noventa monedas peluconas y algunas áureas barras. Roque Uría, uno de los buscadores, era primo de mi madre, quien aseguraba también haber visto por sus propios ojos todo un juego de bolos de oro hallado allí y una inscripción que, al parecer, decía:

Al rey, rico cabaleiro
y al señor de la Altamira,
junto al Tesoro del Campeiro,
áureos bolos divertían.

[…]

El tío Calamín, uno de aquellos intrépidos buscadores, se atrevió con su cuadrilla a lo que nadie hasta entonces, o sea perforar el castro en cata de las tres, o mejor dicho, de las dos galerías cerradas que, en forma de tau dieran acceso antaño a sus ricas entrañas; pero, no bien habían ahondado unas varas, cuando advirtieron, con espanto, que durante la noche resultaban cegados cuantos trabajos hicieses de día, por lo que, aterrorizados, y temiendo por sus almas, desistieron de su empresa.

Pero había aquí en Altamira -añadió nuestro narrador- uno de esos hombres buenos que no suelen faltar por estas tierras, un cirujano infeliz harto de curar gratis a media comarca, quien, aunque no estuviese sobrado de fortuna, nunca se preocupó de tesoro alguno. Cierto día en que había salido el cirujano para la feria de la Espina, a comprar una yunta de bueyes, cruzó a la hora del alba por frente al castro, y hubo de advertir, con sorpresa, que de hacia el seno mismo de su obscura masa salían como dos sombras, que bien pronto tomaron cuerpo junto a él, preguntándole amistosamente dónde iba, y ofreciéndosele para acompañarle. Eran nuestros hombres dos mocetones rubios, bien barbados y gallardos, dotados de una mirada noble, pero tan insinuante, que se metía por el alma, al decir de mi abuela. Ya en el ferial, se compró cada uno una vaca, la mejor del rodeo, pagándola, sin regatear, en monedas de oro, y no contentos con eso, hubieron de comprar y regalar al buen cirujano otros tres cornúpetos, con los que él regresó gozosísimo a su aldea, no sin que sus generosos donantes le dijesen, al cruzar de regreso frente al castro, que ellos eran seres de un mundo en un todo parecido al de los hombres, mundo al que éstos, por su codiciosa ceguera, estaban imposibilitados de ver de ordinario, pero que tenían su pueblo y sus cosas allí dentro del castro.

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Leyenda de un castro imaginado. El tesoro de los lagos de Somiedo

Pero como acaso tengamos necesidad de vos, le dijeron aquellos jinas, podéis visitarnos cuando gustéis, con sólo guardar esta cañita de siete nudos que os entregamos para que, golpeando tres veces con ella en el fondo de esa galería, se os abran de par en par las puertas de nuestro reino. Dicho esto, los dos hombres y sus sendas vacas se esfumaron cual la neblina matinal del Cúa, y nuestro cirujano, que no era nada supersticioso y sí mucho de valiente, propuso en su corazón no demorar la visita, pensando, además, que acaso con sus servicios podría pagar el favor recibido.

Dicho y hecho. Llegó impávido y de noche a la pavorosa galería; golpeó las tres veces con la varita, y al momento lo que creyese fondo de cantos rodados y arena, giró sin ruido como bastidor de un teatro, dejando practicable una gran entrada por la que el improvisado Aladino adelantó algún trecho, notando con asombro que aquello era un mundo nuevo, bastante semejante al nuestro, con sus campos cultivados, pueblos, torres de iglesia, etcétera. Sus dos amigos de feria que le recibiesen cariñosos, le llevaron bien pronto a un magnífico palacio, donde parecía yacer, enferma en cama de oro, la reina de aquellas gentes, quien, por lo que se vió, ansiaba los servicios médicos del asombrado cirujano. Sereno éste, en apariencia al menos, la examinó escrupulosamente, redactó su récipe para ser despachado por la farmacia, no sé si de este o del otro mundo, y cuando ya se retiraba con la venia de la regia enferma, sus ayudantes le pusieron en las manos una especie de pañizuelo lleno, al parecer, de ceniza, con encargo expreso de no desenvolverle hasta que se hubiese reintegrado al mundo de los mortales. Así lo hizo el galeno, y su alegría fué inmensa al desenvolver, ya en su casa, el atadijo y hallarle lleno de monedas de oro.

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No hay para qué añadir que nuestro héroe menudeó, aunque no sólo por interés, las visitas a los jinas, y que sus prosperidad reciente contrastaba más y más con su pobreza antigua llamando la atención de sus convecinos, quienes, con esa insaciable intriga con que los tales suelen proceder siempre, cargaron sobre él y sobre su mujer para que les revelasen el secreto de aquella. Llegando en sus exigencias hasta amenazarles con la inminencia de una denuncia en regla a la justicia. Cedió el cuitado, y para evitar un mal mayor, acompañado ya por otros, llamó en vano en el fondo de la galería y cuando segunda vez tornó solo, fué preso como violador del gran secreto. Llevado ante la reina, ésta por gratitud, le perdonó la vida, pero no pudo evitar el castigarle, dándole a elegir entre quedar ciego, sordo-mudo o rapado como un calendo de los de Las mil y una noches, o séase más que calvo. Excusado es decir que el triste optó por esto último, y al dejar ya para siempre aquel extraño mundo, alguien invisible como el céfiro, sopló a su lado tenuemente, con lo que nuestro cirujano hubo de quedar en el acto sin un pelo en todo su cuerpo. Desde entonces hasta su muerte no necesitó jamás peines, ni barbero alguno.»

Notas al pie y bibliografía

  1. Roso de Luna, M. (1916) El secreto de los lagos de Somiedo. En Colección Reconquista. Libros de Asturias recuperados, nº2. Silverio Cañada ed. 1980.

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